Sin quererlo, los científicos están ayudando a los cazadores furtivos a acabar con especies en peligro de extinción
Si buscas en Google “Gecko de la cueva chino” seguramente te encontrarás páginas que intentan venderlo por 150 dólares estadounidenses (gastos de envío incluidos). Se trata de una especie animal muy extraña que forma parte de una lista cada vez más grande de animales que están en riesgo de extinción por culpa del mercado negro.
Lo más impresionante es que el comercio ilegal del gecko de la cueva chino no existía hasta que fue descrito por los científicos a principios de siglo. No se trata de un caso aislado; los cazadores furtivos se dedican a indagar en publicaciones científicas para conseguir información sobre la localización y los hábitats de las especies raras que acaban de ser descubiertas.
Tal y como planteábamos en un artículo publicado hoy en la revista Science, puede que los científicos debamos replantearnos la cantidad de información que publicamos. Resulta irónico que los principios de libre acceso y transparencia hayan resultado en bases de datos online con todo lujo de detalles que suponen una amenaza para las especies en peligro de extinción.
Es algo que hemos vivido en primera persona tras investigar sobre el lagarto-gusano de cola rosa, otro animal en peligro de extinción. Se trata de una especie que se parece a una serpiente y que se encuentra en algunas zonas de Australia. Los biólogos están en la obligación de aportar datos sobre la localización de todos los especímenes que descubran y compartirla en un atlas de fauna animal mundial.
Poco después de publicar la información, los terratenientes con los que habíamos colaborado nos avisaron de que empezaron a encontrarse con intrusos en sus tierras que habían obtenido la información por Internet. Esto no solamente pone en peligro a los animales, sino que también empeora las relaciones entre los científicos y los terratenientes.
El comercio ilegal de animales silvestres online se ha disparado y ya son varias las especies que han sido descritas recientemente y que poco después de aparecer en la literatura científica han sido devastadas por la caza furtiva. Los animales que están especialmente en riesgo son los que habitan en zonas especializadas y limitadas geográficamente, puesto que se pueden identificar con más facilidad.
Pero la caza furtiva no es el único problema que se ha visto agravado por el acceso libre a la información sobre especies exóticas y en peligro de extinción. Los amantes de la naturaleza más extremistas no dejan de rastrear artículos científicos, informes gubernamentales y de ONGs, así como atlas de fauna salvaje a fin de encontrar especies raras para fotografiarlas u obtener más información.
Esto es algo que puede ser muy perjudicial para los animales, destruyendo sus microhábitats y propagando enfermedades. Un ejemplo llamativo es el brote reciente en Europa de un hongo quítrido en anfibios que se “come” la piel de las salamandras.
Este patógeno ha sido introducido desde Asia por el mercado negro de especies salvajes y ya ha acabado con varias poblaciones de salamandra común.
Reconsiderando el acceso sin restricciones
En tiempos donde los cazadores furtivos pueden obtener todo tipo de datos científicos actualizados, es necesario reconsiderar urgentemente si es apropiado que datos como la ubicación detallada o el hábitat de las especies estén a disposición de dominio público.
Creemos que antes de publicar algo, los científicos deberían preguntarse hasta qué punto la información publicada va a servir de ayuda para la conservación de la especie, si la especie es vulnerable ante posibles intrusos, a qué ritmo crece la población y si puede ser objetivo de cazadores furtivos.
Afortunadamente, estas consideraciones solo serán relevantes en algunos casos, puesto que a los investigadores les pueden fascinar muchos animales que no son nada adorables, mientras que los cazadores furtivos lo que buscan son los animales más carismáticos que cuentan con un gran atractivo comercial.
Sin embargo, existen casos de alto riesgo donde las especies más cotizadas carecen de una protección adecuada y los científicos tienen que plantearse la autocensura para evitar contribuir de forma involuntaria a la extinción de las especies.
La restricción de la información sobre las especies raras y en peligro de extinción es algo que tiene ventajas y desventajas, y que podría inhibir algunos esfuerzos de conservación. Sin embargo, es posible publicar mucha información útil abiertamente sin incluir detalles específicos que podrían ayudar a los cazadores furtivos a encontrar las especies vulnerables.
Existen indicios de que la gente está empezando a reconocer el problema y a actuar en consecuencia. Por ejemplo, ahora las nuevas descripciones de las especies se publican sin datos de localización o descripciones de su hábitat.
Los biólogos pueden aprender de la experiencia en otros campos, como la paleontología, donde los lugares donde se encuentran los fósiles más importantes a menudo se mantienen en secreto para evitar su recolección ilegal. Prácticas similares son también comunes en la arqueología.
Restringir la publicación abierta de información científica y socialmente importante plantea varias cuestiones y no tenemos todas las respuestas. Por ejemplo, se sigue sin resolver el dilema sobre la organización de bases de datos seguras para cotejar los datos a escala mundial.
Normalmente, la tendencia a que el acceso a las investigaciones sea libre y gratuito es algo positivo: se fomenta la colaboración y facilita nuevos descubrimientos. Sin embargo, los requisitos legales o académicos para publicar los datos de localización pueden no estar en sintonía con los riesgos de la vida real.
Los biólogos tienen una tradición centenaria en cuanto a publicación de información sobre especies raras y en peligro de extinción. Durante mucho tiempo se trataba de una práctica inocua, pero a medida que cambia el mundo, los científicos deben reconsiderar las viejas normas.
Autores:
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Benjamin Scheele , Investigador postdoctoral en Ecología, Universidad Nacional Australiana
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David Lindenmayer, Profesor en la Escuela Fenner de Medio Ambiente y Sociedad, Universidad Nacional Australiana
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí
Fotos | iStock
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