Este experimento arrancó hace 145 años y no finalizará hasta 2100. Lo único que necesita: científicos "espartanos"

marzo 18, 2024
DISANAR

Cualquiera que en abril de 2021 se encontrara con el equipo de biólogos liderados por el profesor Frank Telewski en el campus de la Universidad Estatal de Michigan (MSU) pensaría probablemente que se trataba de una banda de cazatesoros en busca de un cofre de doblones. Y sería lo más lógico. Aunque Telewski es un reputado biólogo vegetal y a su lado caminaba un grupo de científicos, la estampa que ofrecían era digna de los bucaneros del Caribe.

Para empezar pululaban por el campus a la luz de la luna, sobre las cuatro de la madrugada, abrigados hasta las orejas para protegerse de la nieve y cargando con una pala, linternas, una cinta métrica y —lo más importante del todo— un mapa secreto trazado en el siglo XIX. Por si eso no fuera suficiente, cuando llegaron a la «X» del plano hundieron la pala en el barro y excavaron y excavaron hasta dar con una botella enterrada allí un siglo y medio antes, todo un «cofre» de tesoros científicos.

Nos explicamos.

Con nocturnidad y premeditación. Así trabajaron el equipo de Frank Telewski y Jan Zeevaart, de la MSU, en abril de 2021. Sus expertos se movieron casi en secreto por el campus de la universidad de Michigan, a las cuatro de la madrugada, guiándose únicamente por la luz de la luna, la de las linternas que llevaban y el viejo mapa que les indicó dónde debían empezar a excavar con su pala.

Que actuasen así, casi como cazatesoros en una misión furtiva, tiene su lógica. Su labor es conocida y sobre ella se ha publicado mucho, pero eso no quita que esté rodeada de secretos: secreto es por ejemplo el mapa que usan, secreto es el día en el que trabajan y secretas son las ubicaciones en las que, cada tantas décadas, se dedican a excavar en busca de antiguos tesoros enterrados.

Pero… ¿Y por qué? Por las peculiaridades del experimento en el que participan, probablemente uno de los más fascinantes de la botánica estadounidense de los últimos dos siglos. Lo que Telewski y sus colegas desenterraron aquella madrugada de abril de 2021 fue una de las 20 botellas que en 1879 uno de sus grandes precursores, el prestigioso botánico William James Beal, se dedicó a enterrar en los vastos terrenos de la universidad de Michigan.

Para su peculiar misión Beal escogió ubicaciones seguras y secretas que luego plasmó en un mapa confidencial junto a una serie de pautas, como el tiempo que debía esperarse para desenterrar aquellas 20 botellas, cómo debía hacerse y cuánto tiempo debía dejarse pasar entre una y otra excavación.

No es misterio, es ciencia. Hasta aquí todo suena extraño, casi místico; pero también Beal tenía buenas razones para actuar como lo hizo y rodear su peculiar experimento de tanto secretismo. Su propósito —allá por la segunda mitad del siglo XIX-, era ayudar a los agricultores estadounidenses a mejorar la productividad de sus huertas y buscar nuevas formas de combatir las malas hiervas, así que hacia 1879 se hizo una pregunta crucial: ¿Cuánto podían aguantar las semillas de esas especies indeseadas? ¿Durante cuánto tiempo podían permanecer en un estado latente, aún viables?

Para salir de dudas decidió asumir aquello de que la paciencia es la madre de todas las ciencias e iniciar uno de los experimentos más longevos de la ciencia botánica. Beal llenó 20 botellas de cuello estrecho con arena, añadió 50 semillas de 23 especies distintas de maleza, y luego se dedicó a enterrarlas por las propiedades de la universidad. Lo hizo de tal forma que aquellos peculiares tesoros científicos aguantasen décadas y décadas bajo tierra sin deteriorarse, taponando bien las botellas y situándolas boca abajo para evitar filtraciones y acumulación de agua.

Cápsulas del tiempo. Si Beal puso tanto celo en la preparación de las botellas fue porque el experimento se prometía largo. Muy largo. Lo suficientemente largo como para que él mismo asumiese que jamás vería sus resultados. Para completar la prueba el botánico, que en 1879 tenía ya casi 50 años, ordenó que se desenterrara una botella cada lustro y que luego se comprobara si las semillas que contenían eran o no eran viables. En 1910 se jubiló y esa encomienda pasó a uno de sus colegas, mucho más joven, el profesor HT Darling. Tampoco él lo vería finalizar.

Cuando los investigadores constataron que cinco años quizás era poco tiempo para sacar todo el partido del experimento de Beal, decidieron variar ligeramente sus pautas. En vez de desenterrar una botella cada cinco años, en 1920 acordaron ampliar el intervalo hasta los 10 años. Y luego, en 1980, se decidió que aquella cadencia fuera aún mayor y pasasen ni más ni menos que dos décadas entre botella y botella desenterrada.

En abril de 2021 Telewski y los suyos cumplieron con ese longevísimo experimento, que con toda probabilidad tampoco ellos verán culminar. La propia MSU explica que quedan aún cuatro botellas bajo tierra y a la prueba le restan aún otros 80 años, con lo que, si todo sigue según lo previsto, como hasta ahora, no finalizará hasta 2100. Y eso como muy pronto. La BBC ya desliza que los científicos de la MSU no descartan alargar aún más los plazos entre cada excavación.

Beal Germinating Seeds 3

De noche y a escondidas. El experimento de Beal no es solo llamativo por lo mucho, muchísimo, que se está extendiendo. Otra de sus peculiaridades es que la ubicación de las botellas es un secreto que a lo largo de las últimas 14 décadas solo ha conocido un número muy reducido de expertos. «Esto se hace para garantizar que los curiosos nunca desentierren las botellas», aclara la MUS.

Tan poca gente está al tanto de su paradero, que en 2016, después de que falleciera uno de sus colegas, Telewski comprendió que si a él le pasara algo nadie más sabría dónde permanecían sepultadas los valiosos cofres de arena y semillas del siglo XIX. De ahí que decidiera confiar una segunda copia del plano a otro de sus colegas, el profesor asociado de biología vegetal David Lowry.

«Es importante mantener el secreto». Otra curiosidad es que las botellas de Beal se desentierran siempre de noche, bajo la luz de la luna, durante una operación que jamás se publicita. Y de nuevo hay buenas razones para hacerlo así: los científicos quieren evitar que las simientes queden expuestas a la luz solar antes de que puedan plantarlas de forma segura y, de paso, evitar que algún curioso se dedique luego excavar en busca de las botellas.

«Cuando le hablé a mi hija de la excavación recorrió el sótano convencida de que podría encontrar el ‘mapa del tesoro'», comenta uno de los expertos, Lars Brudvig: «Le pregunté por qué y me dijo: ‘Para poder desenterrar el resto de las botellas’. ¡Por eso es importante mantener en secreto el lugar de la excavación!»

Las semillas de Beal. Curiosidades aparte, si el experimento resulta tan sorprendente es por su enfoque, fruto de la «mente curiosa» de Beal, como explica Telewski. Su objetivo era conocer mejor el comportamiento de ciertas simientes de plantas. «Las semillas no viven ni mueren como otros organismos», añade Lars Weber: «Se parecen más a zombis que pueden permanecer en el suelo durante períodos de tiempo increíblemente largos, aparentemente muertos y luego germinar de repente. Estamos tratando de entender los motivos y durante cuánto tiempo ocurre este fenómeno».

Las herramientas de las que disponen hoy en día los herederos científicos de William James Beal les permiten además ir mucho más allá y exprimir aún más su legado. «Cuando él enterró estas semillas ni siquiera sabíamos qué era el ADN. La tecnología ha cambiado mucho y este equipo tiene la experiencia para comprender mejor la latencia y viabilidad de las semillas sin comprometer la intención original del experimento», reflexiona Telewski.

¿Qué han hecho las semillas? La excavación a la luz de la luna puede ser la parte más emocionante del experimento, pero una vez desenterrada la botella y recuperadas las semillas, queda otra fase igual de crucial: extender todo ese contenido en una bandeja llena de tierra para macetas esterilizada situada a su vez en un laboratorio del campus con clima controlado… y esperar.

Días después de plantas las simientes el equipo se encontró con un pequeño brote de Verbascum blattaria, al que no tardaron en unírseles otros de menor tamaño. «Lo que me intriga de este experimento es por qué múltiples especies de semillas enterradas responden de manera tan diferente», comenta Lowry, quien recuerda que hay algunas que necesitan algo más que tierra, luz solar y agua para prosperar: «Quiero entender por qué algunas semillas evolucionaron de esta manera y predecir qué semillas deberían durar mucho tiempo en los bancos en función de su pasado».

Una experiencia valiosa. La MSU reivindica el valor del experimento y cómo está aportando información relevante que va mucho más allá de determinar cuánto tiempo permanece viable una semilla de maleza. «Ha proporcionado información valiosa a los ecologistas de plantas que estudian formas de regenerar tierras perturbadas por incendios, inundaciones, vientos u otros eventos ambientales —añade la MSU—. La vegetación puede recuperarse a partir de las semillas existentes en el suelo. No es necesario que sean arrastradas por el viento o transportadas como se creía».

«Gracias a Beal hemos aprendido que las especies de plantas difieren drásticamente en cuanto al tiempo que sus semillas permanecen viables en el suelo, desde años hasta un siglo o más, lo cual es extraordinario», comparte Brudvig. Queda sobre la mesa sin embargo la pregunta que se formulaba en el siglo XIX el urdidor de toda la experiencia, el mismísimo profesor Beal: «¿Cuánto tiempo pueden permanecer viables las semillas? Quizás sepamos la respuesta dentro de otros veinte años», bromea el experto.

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Solo apto para espartanos. La idea de Beal es tan peculiar y tanto exige de quienes se animan a continuarla, que a quienes se encargan de custodiar el plano y los secretos del experimento se les llama «espartanos». La MSU explica que desde los tiempos de Beal ha habido siete en total, los encargados de custodiar la prueba desde 1879. Quizás parezca exagerado, pero el legado de Beal desde luego no es apto para todo el mundo. Además de robustos conocimientos de botánica exige tener una paciencia férrea y nervios a prueba de bombas. Tanto para aguantar 20 años entre botella y botellas como para lanzarse a las labores de excavación cuando, después de tanta demora, llega el momento de sacar un nuevo cofre.

El periplo de 2021 deja un buen ejemplo. El equipo estuvo excavando casi una hora hasta que se dio cuenta de que estaba trabajando en el lugar equivocado, con un desvío de apenas 60 centímetros, con lo que tuvo que empezar de cero. E incluso entonces se llevó algún que otro sobresalto al chocar primero con una raíz y luego con una piedra. Para evitar sustos o acabar destruyendo el vidrio, uno de los miembros del equipo tuvo que meter la cabeza en el agujero y apartar la tierra con sus propias manos hasta dar con la superficie fría. «Fue increíble, como dar a luz un bebé de forma segura. Me sentí abrumado al sostener la botella», recuerda.

Imágenes | MSU

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Este experimento arrancó hace 145 años y no finalizará hasta 2100. Lo único que necesita: científicos «espartanos»

fue publicada originalmente en

Xataka

por
Carlos Prego

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